ROSARIO CASTELLANOS

Destino

Matamos lo que amamos. Lo demás

no ha estado vivo nunca.

Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere

un olvido, una ausencia, a veces menos.

Matamos lo que amamos. ¡Que cese esta asfixia

de respirar con un pulmón ajeno!

El aire no es bastante

para los dos. Y no basta la tierra

para los cuerpos juntos

y la ración de la esperanza es poca

y el dolor no se puede compartir.

 

El hombre es ánima de soledades,

Ciervo con una flecha en el ijar

que huye y se desangra.

 

Ah, pero el odio, su fijeza insomne

de pupilas de vidrio; su actitud

que es a la vez reposo y amenaza.

 

El ciervo va a beber y en el agua aparece

el reflejo del tigre.

 

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve

-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)

igual a su enemigo.

 

Damos la vida sólo a lo que odiamos

 

 

 

 

 

 

 

Ser Río sin Peces

 

Ser de río sin peces, esto he sido.

Y revestida voy de espuma y hielo.

Ahogado y roto llevo todo el cielo

y el árbol se me entrega malherido.

 

A dos orillas del dolor uncido

va mi caudal a un mar de desconsuelo.

La garza de su estero es alto vuelo

y adiós y breve sol desvanecido.

 

Para morir sin canto, ciego, avanza

mordido de vacío y de añoranza.

Ay, pero a veces hondo y sosegado

se detiene bajo una sombra pura.

Se detiene y recibe la hermosura

con un leve temblor maravillado.

 

 

 

 

 

Parábola de la Inconstante

 

Antes cuando me hablaba de mí misma, decía:

Si yo soy lo que soy

Y dejo que en mi cuerpo, que en mis años

Suceda ese proceso

Que la semilla le permite al árbol

Y la piedra a la estatua, seré la plenitud.

 

Y acaso era verdad. Una verdad.

 

Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra

A asirme a una pared como el enamorado

Se ase del otro con sus juramentos.

 

Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida

En solidez de roble,

La rumorosa soledad, la sombra

Hospitalaria y daba al caminante

– a su cuchillo agudo de memoria –

el testimonio fiel de mi corteza.

 

Mi actitud era a veces el reposo

Y otras el arrebato,

La gracia o el furor, siempre los dos contrarios

Prontos a aniquilarse

Y a emerger de las ruinas del vencido.

 

Cada hora suplantaba a alguno; cada hora

Me iba de algún mesón desmantelado

En el que no encontré ni una mala bujía

Y en el que no me fue posible dejar nada.

 

Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos

Para arrojar después, lejos de mi, el despojo.

 

Heme aquí, ya al final, y todavía

No sé qué cara le daré a la muerte.

 

 

 

 

 

Dos Meditaciones

 

Considera, alma mía, esta textura

Áspera al tacto, a la que llaman vida.

Repara en tantos hilos tan sabiamente unidos

Y en el color, sombrío pero noble,

Firme, y donde ha esparcido su resplandor el rojo.

Piensa en la tejedora; en su paciencia

Para recomenzar

Una tarea siempre inacabada.

 

Y odia después, si puedes.

 

II

 

Hombrecito, ¿qué quieres hacer con tu cabeza?

¿Atar al mundo, al loco, loco y furioso mundo?

¿Castrar al potro Dios?

Pero Dios rompe el freno y continúa engendrando

Magníficas criaturas,

Seres salvajes cuyos alaridos

Rompen esta campana de cristal.

 

 

 

 

Falsa Elegía

 

Compartimos sólo un desastre lento

Me veo morir en ti, en otro, en todo

Y todavía bostezo o me distraigo

Como ante el espectáculo aburrido.

 

Se destejen los días,

Las noches se consumen antes de darnos cuenta;

 

Así nos acabamos.

 

Nada es. Nada está.

Entre el alzarse y el caer del párpado.

 

Pero si alguno va a nacer (su anuncio,

La posibilidad de su inminencia

Y su peso de sílaba en el aire),

Trastorna lo existente,

Puede más que lo real

Y desaloja el cuerpo de los vivos.

 

 

 

 

 

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