De Ángeles, Locos…y algo parecido
Por Ramiro Flores Morales
La gente le llama loco, y lo señalan. Camina con un aire sin igual. Avanza lentamente, arrastrando los agrietados y sucios pies descalzos. Todo desgarabado. Su vestimenta, en vez de un pantalón emplea dos, se sobrepone uno en otro, que lo cambia hasta que el uso y la suciedad los deshace, sobresaliendo uno del otro; amarrados con un delgado mecate de ixtle a manera de cinto. El lacio cabello, por el que nunca más ha pasado un peine, a pesar de lo sucio y enmarañado da indicios que hace varios lustros debió de haber sido de color rubio; de igual manera sucede con su dispareja barba por la que las navajas de afeitar huyeron para siempre. De ese enredo de hilos de cabello resaltan las espesas cejas que sirven para enmarcar unos tristes ojos en los que el celeste del cielo de estas tierras quedó impreso en ellos; ojos escondidos en unas profundas órbitas y que al contemplarlos denotan una infinita tristeza, que quien los ve se contagia. Ojos sin brillo, inexpresivos, desolados; no hay en ellos nada; es la mirada de un hombre en agonía que mira sin ver, que se va hundiendo en la inconsciencia de no ser.
Sus pómulos sobresalientes sombrean unas mejillas hundidas que definen a una bien formada nariz; los brazos muy escurridizos, sin músculo alguno; de pecho flaco y seco, las manos también huesudas y llenas de redondos nudillos.
En fin, es una figura muy singular y conocida de nuestro pueblo, donde según cuentan los viejos, esos que guardan la memoria de la comunidad, de que en cada época, de vez en vez, aparece alguna persona privada de sus facultades mentales; así anduvieron por acá: Chuy, Foro, Abelina, Jasso, Lupe y otros más que tan pronto uno desaparece, otro hace su aparición. Total nunca ha faltado el loquito del pueblo, y hoy es el tiempo del Inge Arturo, quien anda con su mirada ida. Murmurando mil cosas. Hablando para sí. Su mente vive en un mundo lejano, en una dimensión en la cual se quedó atrapado.
Con las toscas y ajadas manos roba del jardín municipal una flor. La acaricia, la huele y la besa; husmea como un can de desdeñoso andar; se pasea con ella por todos lados. El pueblo entero lo conoce. Los niños le tienen miedo, es mas, las mamás para calmar a sus inquietos hijos sentencian: ¡ Te voy a llevar con el loco! Por lo contrario la muchachada ya le perdió el temor, y hoy, en ocasiones se burlan del “lunático” como ellos lo llaman, lanzándole burlones comentarios. En cambio, la gente mayor le guardamos respeto, y a veces, cuando se cree que necesita alimentos y medicina alguien se conmueve y se los ofrece.
Nuestro “loquito” siempre ha mantenido una actitud serena y pasiva, no agrede a nadie; se la pasa construyendo su propio mundo mental; deambula por las calles sin importarle nada, únicamente arrastra unos lastimosos recuerdos que con su presencia y con sólo verlo se trae al presente esta triste historia. Es una página escrita en la vida de esta comunidad y parece que nunca se va a olvidar.
Hoy constituye toda una leyenda. Y él, el actor de una tragedia que es la sombra de un hombre que ya es su sombra.
En los rojizos atardeceres de crepúsculos calientes que parece desollar a las fugitivas nubes que aceleran su ocaso, el “Inge Arturo” se detiene para escuchar el canto de los sonoros pájaros, que bulliciosamente revolotean en las verdes copas de los árboles de la plaza municipal que fueron escogidos para pernoctar; a ellos habla, les grita pidiéndoles que canten más. Los pájaros parecen hacerle caso, ya que arrecian su cantar y algarabía.
Los caminantes lo ven, se ríen, algunos le gritan y otros obligatoriamente piensan:
-Loco-pobre loco
La personalidad de este vagabundo en los días de plenilunio se trastorna más, de ahí la justificación de que también le llamen “lunático”, y que la perturbación mental que sufre recrudezca y aflore, pareciendo que esos trozos de luz plateada se introdujeran en sus oscuras cuencas de ojos tristes, reflejándose para bañar su alma, causando un mensual efecto de embriaguez que le produce la luna llena.
En esas brillantes noches, cuando la luna engorda con bello resplandor; plácida y mística, haciendo que la iluminación de los rayos que arroja, motive a que escape la sombra del anochecer, asomándose para alumbrar la “casa” del loco- una fresca banca de la plaza-. Cuando la penumbra desaparece con la claridad, este personaje vuelve a vivir el motivo que ocasionó su estado actual.
Le habla al blanco astro, se pone a contarle su historia, que para la mayoría de la gente es indescifrable, historia que él vivió y los recuerdos le resucitan automáticamente, atormentándole el alma y apoderándose de su conciencia. Repentinamente corre y grita a la vez que la persigue.
-¿Por qué?, si a ella le dije que hasta que tú te apagaras la dejaría de amar. Que cuando tus rayos de plata ya no alumbraran, ese mismo día la arrancaría de mi corazón. Que mi amor era muy grande y como prueba de ello, tú serías el mayor de los regalos para ella. ¡Luna mala! ¡Luna gorda!
Sus ojos se fijan en la indiferente luna, y con sus escasas fuerzas le vuelve a gritar:
-¡Regrésamela! ¡Tú te la llevaste!
Después se calma, y más sereno, murmura para sí lastimosamente:
-¡Ay!… aquella noche, una vez que el sol se durmió, nos fuimos al río siguiendo la larga vereda, compartiendo la dulzura inefable del éxtasis, y solo nosotros y las centellantes luciérnagas, los asustadizos y saltarines sapos que dejaron de croar, hasta los grillos interrumpieron su arrullador canto, todos fueron testigos de nuestro amor. Ella desnuda, proyectando una imagen coronada de estrellas que la misma Venus la envidió. De repente se metió a nadar para pescarte, porque decía que esa luna sería para mí. ¡Cuánto me amaba!
Grita en silencio. Gime. Hace desarticulados ademanes. Y continúa con sus perennes recuerdos y quejumbroso diálogo sostenido con el indiferente astro que parece tener vergüenza y acelera su tránsito por el firmamento.
-Esa noche, luna mala, apareciste serena sobre las verdes aguas, muy quietecita estabas en el manso río. Flotabas, más grande que nunca, te mecías lentamente. Ella ágil y alegre, jugaba para atraparte y hacer de ti el mayor de los regalos para mí.
En un instante hace una nueva pausa, se calla. Respira agitado. Intempestivamente grita:
-¡Luna mala nunca te dejaste agarrar!. Sus desnudos pechos y brazos querían abrazarte. Brincabas y te escondías. Ella reía y te buscaba en las gotas salpicadas con mil lunas…! Luna mala! ¡Luna gorda! Ella saltaba, se zambullía, y tú toda arrugada y quebrada flotabas. De repente te pescó desde abajo, tú también la agarraste y no la soltaste. ¡Luna mala!, mi amada en el fondo se quedó. En cambio tu saliste mas grandota, más gorda y más sonriente. Ella no apareció. Te la comiste. ¡Maldita luna gorda !.
Arturo, brincando y queriendo atrapar a la clara luna que alumbra el cielo, manotea y exclama con un lastimoso reclamo:
-¡Luna mala! ¡Luna gorda! ¡Deja que te pesque y verás!
Se vuelve a tranquilizar. Sus claros ojos están inundados de recuerdos, rabia y desesperación. Sigue caminando sin perder la mirada hacia la luna que también se mueve, como si entendiera el coraje y pesar de ese humano que increíblemente no le cantara ni declamara y menos, apreciara su diamantina belleza, al contrario parece huirle.
Y sigue con su mensual diálogo:
-Es más, estoy seguro que te dio pena tu maldad, porque después te empezaste a poner negra, poco a poco, todo se hizo oscuro al igual que mi mina de carbón. Todo se enlutó; y yo te gritaba y gritaba que no te apagaras, que a ella la amaba hasta la locura. Nunca me hiciste caso. Después ya no supe nada.
Se calma momentáneamente y de repente vuelve con su reclamo.
-¡Luna mala!, te la llevaste.
Unos muchachos que pasan por ahí lo miran, se ríen burlonamente y le gritan:
-¡Ya mero la pescas!
-¡Un poquito más!
-¡Ahí la llevas!
El los ignora, pues se encuentra en plena discusión con la plateada y redonda luna, correteando por la plaza, siguiéndola y gritándole. El pálido astro le huye, se va alejando del pueblo.
-Mira papá, el loco hoy se trastornó más que nunca – una jovencita que camina por ese lugar en compañía de su padre le señala la actuación del Inge.
-Si mija, ya lo sé, pero no te burles, porque si supieras la verdadera historia de su trastorno, en lugar de reírte te aseguro que lo comprenderías y hasta llorarías por los motivos de su enfermedad.
-¿De verdad?- intrigada y demostrando gran curiosidad le dice: -cuéntame que pasó-.
-Mira nuestro pueblo fue escenario de una verdadera historia de amor; de esas que solo creía ser posible en novelas y películas. Todo empezó hace ya tiempo, antes de que nacieras, cuando llegó a estas tierras un ingeniero para trabajar en las minas de carbón, ese era Arturo, el “loquito”. Según se cuenta que un día como cualquier otro, bastó sólo una fracción del infinito tiempo para que conociera a Rosa, joven poseedora de serena belleza; adornada de una eterna alegría, blanca de color, con la blancura mate de los orgullosos lirios, de mejillas como los aromáticos rosales norteños; negro más que las piedras de las entrañas de esta tierra era su pelo abundo, suave, ensortijado; y oscurísimos los ojos enormes, de esos que proyectan tristeza y alegría a la vez; de gruesas y bien trazadas cejas oscuras; rizadas y largas pestañas; tersa y amplia la frente, finísima la risueña boca pequeña y expresiva; esbelto y gallardo talle juvenil. Total era toda una belleza, y bien que me acuerdo de ella.
-¡Epale, papa! ¿Así tan bonita era?
-Si, y desde el mismo instante en que las miradas de ellos se cruzaron, sus sentimientos quedaron marcados para siempre, así se enamoraron. Eran una pareja envidiablemente romántica. Para ellos nada ni nadie existía, únicamente su amor, la razón de su existencia. La verdad, ahora que lo pienso, creo que ese romance no pertenecía a este mundo ni a este tiempo, imagínate a Romeo y Julieta; era como si en ellos hubiera reencarnado un bello amor de esas parejas idílicas del que nos hablan las novelas románticas. Y en un lugar chico como es el nuestro, por todos lados comentaban ese inusual noviazgo, y eran objeto de todo tipo de comentarios, algunos positivos, otros negativos; bastantes fueron originados por la envidia. Pero a ellos nada les importaba ni afectaba su relación. Vivían plenamente su sentimiento, forjado y destinado desde siempre.
-Que bonito, síguele, síguele.- La jovencita entusiasmada y sorprendida prestaba atención de más.
-Pero, “nada bueno dura ni es para siempre”, así me decía mi abuelo. Sería por el “mal de ojo” o por tanta acumulación de envidias o por el mismo caprichoso destino que los unió, también los separaría, así la tragedia se hizo presente en la prometedora vida de estos jóvenes. Como si hubieran desatado un maleficio, un conjuro lanzado contra ellos desde los orígenes de los siglos, y esa trágica noche estuviese conjuntándose el tiempo y los astros para que se hiciera realidad y desatar alguna negra maldición.
-Que feo, yo no creía en nada de ello. Y ¿qué pasó?
-Todo ocurrió en una veraniega noche, las aguas mansas de este aparentemente tranquilo Río de aguas esmeraldinas se la arrancó y llevó para siempre, junto con el corazón y la cordura del desconsolado novio. Aún peor, esa misma noche hubo un eclipse total. La luna se apagó. Los perros se alborotaron y todos aullaron lastimosamente. Fue una noche que nadie hemos podido olvidar y menos cuando vemos al Inge Arturo en el estado en que se encuentra; haciendo que volvamos a vivir aquella oscura noche. La autoridad lo apresó, pero dado el lamentable estado mental en que se encontraba, y al comprobar su inocencia, de que esa amarga experiencia fue un trágico accidente. Después de varios meses de permanecer en la cárcel, se le absolvió y liberó.
-¡Pobrecito! Que triste fue lo que le sucedió. Con razón enloqueció.
-Si así es. Ni el trabajo, tampoco la juventud, ni el tiempo pudieron sanar su dolor y mucho menos olvidarla. Jamás se recuperó, al contrario el problema se acentuó. El silencio tampoco acompañó a su cuerpo y espíritu, ya que nunca más se calló brotándole voces, que en voz baja y a veces a gritos siempre habla despierto y dormido, tanto a su conciencia como a la luna. Día tras día acudía al cementerio, y allá pasaba horas hablándole a la fría lápida que apresa su tierno amor. Abandonado y olvidado por los suyos, y peor aún, se marchitó en vida, y por mas que la policía lo llevaba a otros pueblos para alejarlo de estas tierras, más tardaban en dejarlo que él en regresarse. No quería separarse de este lugar. Y por más que se empeñó el calendario nunca pudo olvidarla. Pronto se convirtió en el vagabundo del pueblo. Esa es la historia del pobre hombre al que le llamas loco.
-¡Ay, papa! Que historia tan triste ¡pobre de él! Ahora lo comprendo.
-Ya te lo dije, que los motivos de su locura iban a conmoverte. Así que no te burles de ese sufrido hombre, y cuéntales a tus amigas esta historia para que la conozcan y aprendan a respetar a nuestro loquito.
Mientras tanto el Inge Arturo, allá en la plaza, cansado de tanto saltar, recuesta su guiñapiento y melancolico cuerpo en la banca, viendo a la redonda luna que pronto huye y se aleja.
De nueva cuenta lo derrotó. No logró alcanzarla.
Arropado con la flor, entre los suspiros y recuerdos de aquella lejana y desventurada noche cuando con su amor fueron al río para cazar a esa escurridiza luna como prueba de amor eterno, y cómo las traicioneras aguas la arrancaron de su lado; ya medio dormido, con profundas y lastimosas imágenes de aquella inolvidable pesadilla que el destino les jugó, murmura para si:
-¡Luna mala! ¡Luna gorda! Regrésamela ya.
La noche avanza con lobreguez, y en lo alto, mientras se encienden las incansables estrellas, hundiéndose, aún más, en el bello océano de sus recuerdos compartidos con su amada doncella.
Y en esos anocheceres de luna llena, como apiadándose de él, el brillante astro le envía un fugaz rayo plateado que se refleja en las lágrimas que tímidamente asoman y caen limpiando su cara; que suave y lenta resbalan, acariciándole, y tiernamente parecen besarle y decirle:
-¡No me olvides!
Y después de un profundo suspiro, como si aspirara ese pensamiento y lo introdujera en lo más recóndito de su agobiada alma, se queda dormido. Invadiéndolo un silencio total, de tranquilidad pasmosa.
Yo que conozco esta historia y hoy la recuerdo, historia de un amor imposible, donde el destino de una manera cruel jugó con ellos, por ello no me atrevo a burlarme ni juzgarlo; al contrario cada vez que lo veo , siento un profundo dolor que ahoga mi garganta, su coraje también me contagia e invade, haciendo que inconscientemente lo acompañe y solidarice con él, y haga mío su dolor; y con el corazón oprimido y la garganta atravesada por un puñal de sollozos, volviéndome también loco, lleno de rabia, mentalmente, al igual que él grite:
-¡Luna, Luna mala!
-¡Luna gorda, ya llévatelo con su amor!-
-¡Devuélvele la cordura! ¡Devuélvele su amor!
El brillante astro sigue indiferente, y da la impresión de que la intensidad de sus rayos se incrementan, trasminando los paisajes iluminando plenamente al pueblo que ya se apresta a dormir, al río de verdes y aparentes aguas apacibles y traicioneras; pero en especial a una blanca lápida del panteón, que las noches de luna llena, resplandece, distinguiéndose entre todas las tumbas del camposanto, es la Rosa; y sobre la jardinera, que siempre tiene una flor, la que a diario le lleva su eterno amante; en esa jardinera en cuya agua se refleja mensualmente, y al quedarse por un momento grabada su brillante imagen, desde el interior parece escucharse:
-¡Te atrapé!…!Luna Gorda!.. ¡Luna mía! ¡Luna para mi amor!.