Río Sabinas en la parte no contaminada.
Jesús de León Montalvo
Me pidieron que presentara esta revista sobre ecología y letras. Esto fue lo primero que se me ocurrió responder: “Lo siento mucho, usted me confunde. Yo no me llamo Homero Aridjis y si está buscando a Al Gore, vive en el país de al lado”. A lo que me refiero es a que, a diferencia de estos señores, mi aportación al tema es muy modesta y no sé si realmente sea lo que quieren para esta nueva revista.
De cualquier modo haré el intento.
En materia de conciencia ecológica, creo que lo único que se ha hecho es pura literatura (y no muy buena que digamos). Dolerse por escrito es muy fácil; conmoverse con lo que uno lee, igual (e incluso cómodo). Todos podemos llorar a lágrima viva por la desaparición de los bosques, pero cuántos de nosotros, después de leer un poema sobre la desaparición de una verde arboleda, salimos a plantar un árbol.
¿Acaso si leemos un cuento o una novela sobre la desecación de las lagunas o la contaminación de los ríos, saldremos corriendo hacia la laguna o el río más cercanos para dragar el fondo y sacarle la basura que cotidianamente arrojamos?
No, porque es más fácil, más cómodo y también más elocuente llorar, indignarnos y, a lo sumo, participar en una marcha de protesta contra el ecocidio.
Sí, ya sabemos que las industrias contaminan más que los particulares. Pero los funcionarios de ecología, como otro funcionario cualquiera, están en donde los ponen y no donde necesariamente quisieran estar. Esto hace que a veces su actuación no sea del todo congruente.
“¡Hay que evitar los incendios forestales!”, dijo en cierta ocasión una de nuestras representantes locales, mientras trataban de controlar un incendio en la sierra. Acto seguido le dio una chupadita a su cigarro y exhaló el humo a la manera de un gánster de chicago.
Dejemos por el momento de echar humo. A lo que quiero llegar es a que nuestra conciencia ecológica, en una abrumadora mayoría de casos, tiene más de ficción que de realidad. Y claro, visto en abstracto o hipotéticamente, el problema ecológico es algo en lo que todos estamos de acuerdo en que se puede hacer algo, pero el problema es aterrizar ese algo en estrategias concretas o prácticas cotidianas.
No conozco a nadie que se levante por las mañanas y diga:
—¿Qué puedo hacer hoy por la ecología?
La mayoría se levanta más bien pensando: “Hoy no voy a afinar el coche, creo que todavía aguanta”. “¿Separar la basura en orgánica e inorgánica? ¿Para qué? Qué eso lo hagan los del servicio de limpia. Yo hago bastante con pagar impuestos”.
Así todo se queda en el desván del “luego lo arreglo”; o bien, del “¿y yo cómo voy a saber esas cosas?”. Lo cual quiere decir que la ecología no empieza en el medio ambiente sino en nuestras propias cabezas. Si continuamos con esa actitud de que alguien tiene que hacer algo alguna vez, llegará el día…
¿Cómo que llegará el día? Seamos más concretos. Si a usted todavía no se le ha metido en su casa un oso sediento, o no ha tenido que emigrar porque el pozo del que se abastecía ya se secó, o aún no le ha nacido un hijo con tres ojos y el corazón de fuera o sin cerebro (aunque eso no necesariamente es culpa de la contaminación), o sale a pasear por el campo y no se ha abierto a sus pies un abismo de siete metros de profundidad, no olvide que hay gente a la que eso ya le está sucediendo. Para los demás todo es cuestión de tiempo.
¿Por qué cree que, cada vez con más frecuencia, las águilas, los zopilotes y otras aves de rapiña están volando en círculos sobre la ciudad? Bonito espectáculo, ¿verdad? Pero no sospechamos que lo que esos avechuchos están haciendo es estudiar el menú.
No quiero alarmarlos porque ya hay demasiadas malas noticias a nuestro alrededor. Tampoco quiero ponerme fatalista o drástico. Ni salir con la puntada de ese filósofo rumano que lamentaba que la humanidad no hubiese decidido resolver sus problemas recurriendo al canibalismo o promoviendo el suicidio. Hemos comprobado hasta el cansancio que coger menos o con menos puntería (eso que amablemente se llamó planificación familiar) no funcionó. Tampoco funcionaría producir Herodes en masa.
No. El problema no es numérico, aunque tratándose de ecología uno siempre caiga en la tentación de las estadísticas, de porcentajes, de los diagramas comparativos y todas esas cosas que se ven tan bonitas proyectadas en una pantalla mientras damos conferencias.
Así que no me meteré por ese camino. Cerraré con una reflexión que no sé si sea muy original, pero que no se la he escuchado a nadie.
A ojo de buen cubero, la solución al problema ecológico sería que los seres humanos construyéramos una gigantesca nave espacial, nos metiéramos todos en ella y nos fuéramos a contaminar otro planeta y le diéramos tiempo al nuestro de recuperarse un poco. Porque si nos quedamos y seguimos tratando al medio ambiente peor que a la suegra (o que la suegra a nosotros, según el caso) no crean que el medio ambiente no hallará la manera de defenderse.
Según las voces más autorizadas sobre el tema, la humanidad tiene entre veinte y cincuenta años para empezar a revertir todo el daño que le ha hecho al planeta. Después de eso nos pasarán la factura: calentamiento global, invierno nuclear, mega huracanes, multiplicación de terremotos, tsunamis, erupción simultánea de volcanes… Eso para no hablar de una escasez global de agua y de que las enfermedades que se habían desterrado regresarán con mayor fuerza. Los virus se reirán en nuestra cara.
Los más brillantes científicos no le dan al ser humano más de dos siglos de existencia. Para colmo, después de que en este planeta no quede ni un triste habitante y de nuestras ciudades no quede piedra sobre piedra, llegará Tom Cruise a protagonizar una mala película.
Pero no se sientan mal. Con un poco de suerte tal vez descubramos que sí existe un planeta llamado Pandora, en el cual podemos hacer todo lo que nos plazca, sin sentir remordimiento alguno por los daños al medio ambiente. Después de todo, ahí todos tienen cola que les pisen.
