Ricardo Bernal Hernández
Pedía poco para ser feliz. Mirar la luna llena, hablar a lobos y el oso. Citarme con esas criaturas nocturnas que asustaban a muchos, me divertía jugar con ellas. Correr por el bosque oscuro, en noches de neblina y frío. Tirarme desde el acantilado al lago, llegar al fondo y mirar esos huesos. Negados a pudrirse aunque fueran roídos por peces y cangrejos. Clavarme en la tierra, salir por las hojas del pasto y entrar a entrañas de árboles, flores y piedras. Porque eso hacía desde que papi me dejó cerca del lago.
Mami se lo dijo aquella mañana. “No la dejes, vigíala siempre. Sabes que el bosque tiene algo que la envuelve, hechiza”. Papá no lo entendía. Siempre metido en ese trabajo, le gritaba a quién sabe por el teléfono. “¡No me importan esos indios pata rajadas! ¡Sáquenlos como sea, a mí qué coños si se enojan los duendes del bosque! Sí, ya compramos al gobierno esos terrenos. No batalles y diles: o se salen por las buenas o les mandamos al ejército. Que el gobernador nomás espera cualquier modito para despacharlos.
Sí, iremos pronto para ver los terrenos. Llévate ese vestido que te compré hace poco, aplícate ese perfume de frutas. ¡Claro, carajo! Es de esencias naturales. Así es, me van a cargar con la niña. No te apures, ahí la dejamos que camine un rato. Andará como siempre, alelada de tanto verde”. En casita muchas veces me interrumpió papi. Al llegar del kínder yo disfrutaba ver la televisión de animales. Ranas, peces, mariposas, lagartijas del bosque con mil ojos que me hablaba en mil lenguas. No las entendía pero me hacían sentir bien. Entre el canto de todos oía sollozos, el llanto de niños duendes.
Caídos porque, según decían, el hombre duro los callaba. Luego me defendía mami, cuando cenaba mi avenita, “déjala, apenas tiene cinco años. Vive su fantasía de bosque y duendes”. Después papá se enojaba más seguido. Le gritaba a mami que aquellos pata rajada, indios cochinos, ignorantes del progreso. Los iba a mandar al infierno. Así decía papi. Entonces llegó el día. Lo esperaba como ése otro, en que mami me compraría una Barbie, si dejaba de estar tanto rato en el jardín. Viendo mariposas rodearme como en carnaval.
Tirada en el pasto recién regado, al mirar los caracoles avanzar en el tiempo de las nubes. Sentir el latir de la sabia dentro del oyamel, su dolor cuando el viento le arrancaba hojas. Ese día mamita me empacó un sándwich de jalea con crema de cacahuate. A papi nada, en el carro fuimos fuera de la ciudad. En esa parada de la esquina, en la fábrica, estaba una mujer de blusa floreada, falda rosa. Olía muy raro. Me dio un beso, sentí extraño y no la quise, como no me agradaban esas orillas de la ciudad. Con su gente, junto al arroyo, lleno de basura, ratas. Una neblina gris, nunca desaparecía, calles secas sin árboles y muchos perros.
Siempre peleando entre sí, comiéndose. Me sentí enferma de ver aquello, el verdor del bosque atrajo mi sueño. Oí a papito hablarle a la mujer, en el asiento delantero del auto. “Descuida, la chiquilla duerme. Además, siempre anda en otro canal, como si la virgen le hablara. Con rollos bien raros. Duendes, gnomos, hadas, todos en el bosque de su cabecita. Te agradezco lo del juez, haberte ligado a ese magistrado, sí, el viejillo calenturiento. Supongo tuviste un buen acostón con él para sacarle los documentos y firmara. No te apures por lo demás.
Caray, finalmente sacaremos a esos indios del bosque. El fraccionamiento quedará de lujo; ahora sí, a dormir a gusto. No viene mal ese bono otorgado por la empresa. Oye, te pusiste el perfume, sí, lo noté…”. No entendí a papi, se me hizo raro lo demás. El beso dado a la mujer, abrazarla y decirle cosas, como si fuera mamita. Volví a dormir hasta que papi me despertó. Caminamos entre neblina, humedad y frío. Los recuerdos se me revuelven, como el estómago cuando mamita me daba esa sopa empaquetada, calentada en el micro: corro en la noche del bosque, busco a papi, llamo a mamaíta.
Nadie responde, siento el piso desvanecerse y todo es bonito. El agua fresca de todos los ríos. Peces grises y raros me enseñan sus dientes de filudo amor, aquellos ojos como de luz, tristes. Piedras, estrellas marinas, ahora los duendes me ven, sonrientes. Se juntan a mi derredor, inhalan esta sangre y dicen que no tema. Pues vino un tiempo divertido: jugar en medio de aquellos talamontes que desgajaban a mis hermanos, los árboles. Esos hombres oían nuestra voz y corrían luego, despavoridos. Después corretear turistas, cuando disfrutaban cortar alas a mis primas, mariposas.
Disfrutamos mucho cuando camuflados empresarios hacían cálculos en sus aparatos. Cuánto ganarían al destrozar nuestro bosque, desmantelar la tribu y nosotros a llorar. Desviamos el camión hacia el lago, mientras se ahogaban jugábamos a la víbora de la mar entre ellos. Como si eso pasara apenas ayer, sus huesos tenían mucho en el fondo. Con esos hacíamos rayuelas, origamis y las hadas unas figuras extrañas.
Decían eso nos protegería y al bosque no le harían daño. Siempre lo supe: papá vendría alguna vez por mí. Esa tarde nublosa yo volaba entre nubes, caía en picada sobre mi hermano halcón para incrustarme en la tierra y hablar con caracoles y orugas. Entonces oí la voz de papá hablarle a la mujer. “Este maldito bosque, sólo problemas nos trajo. Proyecto terminado, tú y yo divorciados, mi pequeña. Perdida por tu estupidez, soltarla aquí, hace cinco años. ¡Este lugar está embrujado!”.
Entonces hablé a mis amiguitos, me ayudarían a llevar a papi conmigo. Ellos salieron de sus cuevas, la tierra, agua y aire. Arrastraron a papi, junto con la señora mala, que le gritaba la soltara y papi le decía, sonriente, “hasta que la muerte nos separe…”. No lo pensé, salí del agua, mi cuerpo habitado por sanguijuelas, algas y peces, asustados por el encuentro, hasta los caracoles que tenía por ojos se movían, inquietos. Abracé a papaíto y su nueva mujer. Los llevé al fondo del lago. Donde mamita nos esperaba, con sus ojos de luz y sonrisa de muerte. Al fin, juntos.
Julio de 2013.




